Mis padres tuvieron la suerte de prejubilarse con 63 años y, como les gustaba mucho la montaña, decidieron dejar su casa en Barcelona para ir a vivir a Olot, que está ubicada en una zona de naturaleza espectacular. A mi padre le gustaba salir en mountain bike y hacer rutas duras y largas. A mi madre le gustaban los largos paseos por los bosques mientras escuchaba el canto de los pájaros.
En Olot se alquilaron una casa y se la decoraron a su gusto. En el recibidor de la nueva casa mi madre colgó una foto de un pájaro acompañada de una frase que decía “El pájaro no canta porque está contento; el pájaro está contento porque canta”. Cada vez que iba a visitar a mis padres, al entrar en su casa, leía esta frase y se me fungía el ceño porque no terminaba de entenderla; mi madre me miraba tranquila y me sonreía, pero no me contaba qué significaba para ella.
Una mañana como muchas otras, a los pocos meses de estar viviendo en Olot, mi madre se sintió mareada y con vómitos. Unos días más tarde aún no había mejorado y decidió ir al hospital. El médico le hizo una prueba pero no lo vio claro y la internó para que se quedara a pasar la noche. Esa noche se convirtieron en 4 días y tras diversas pruebas el doctor nos reunió a todos. Nos juntamos en su consulta mi madre, mi padre y los cuatro hermanos, de los que yo soy el mayor. La mirada del doctor ya delataba que algo no estaba bien. Entonces con una voz firme pero suave nos dio muy malas noticias. Nos dijo que mi madre sufría un cáncer que además estaba muy avanzado y que no tenía tratamiento posible.
Mi madre siempre fue una mujer fuerte y decidida, y no dudó en preguntarle al doctor: “¿Cuánto tiempo me queda?”. El médico respondió con la misma claridad con la que mi madre había formulado la pregunta: “Es difícil decirlo pero estamos hablando de poco tiempo; pueden ser dos semanas o dos meses”. A todos nos costaba respirar y el corazón nos latía acelerado. Entonces mi madre con una clarividencia tremenda dijo: “Bien. Quiero ir a casa a pasar mis últimos días”.
Fue entonces cuando sucedió algo que me sorprendió aún más. El día siguiente estábamos en el jardín de su casa sentados tranquilamente tomando un café y le pregunté a mi madre: “¿Cómo te encuentras?”. Y para mi sorpresa mi madre me contestó: “Estoy bien. Quiero estar bien. No se si me quedan dos semanas o dos meses pero quiero disfrutar cada uno de esos días con vosotros, de vuestra compañía, de las pequeñas cosas como tomar un café o leer el periódico. Y quiero disfrutar de los pájaros viendo como vienen aquí al jardín, se posan en el árbol y bajan a comer a la hierba.”
Después de esa conversación mi madre vivió 9 meses más y cada uno de los días de esos 9 meses la vi con una sonrisa en los labios. Nunca se quejó, nunca la vi triste, nunca la vi llorar ni desesperarse. Siempre estuvo contenta, feliz y con una sonrisa en los labios. Esa es la gran lección que me dio mi madre en sus últimos meses de su vida. Mi madre me enseñó que para ser feliz no hay que esperar a que todo sea maravilloso a tu alrededor. Muchos de nosotros esperamos a tener una casa más grande, a que nuestros hijos crezcan, a ganar más dinero o a jubilarnos para ser felices. Creemos que cuando todo sea perfecto en nuestra vida, cuando todos los astros estén alineados, entonces seremos felices; pero mi madre me enseñó que ser feliz depende de nosotros mismos, de cómo afrontemos la vida, de la actitud que tengamos, y no de las circunstancias que nos rodean.
Ahora cuando voy a visitar a mi padre y entro en su casa, aún veo la foto del pájaro con la frase que dice “El pájaro no canta porque está contento; el pájaro está contento porque canta”. Ahora entiendo qué significa, ahora entiendo qué quería decirme mi madre. En la vida hay que sonreír para ser feliz. Mi madre sonrió y me dio una gran lección.